lunes, 20 de diciembre de 2010

LA INESPERADA ENSEÑANZA

                         La inesperada enseñanza   
                                               
                                                           7

Con la ocupación del trabajo que tenía en el cuartel durante unos días no había podido ir al acantilado para trabajar en mis esculturas, ello me produjo cierto decaimiento que me llevó a un estado de ansiedad. El mar, la naturaleza, el trabajo al aire libre me despejaba y me ayudaban a comprender mejor  los comentarios que estaba teniendo con Pepe sobre espiritualidad y desarrollos que consideraba paranormales y según él era algo normal. Me estaban haciendo comprender  muchos acontecimientos que se estaban desarrollando en mi vida y me estaban pasaban desapercibidos. Además, ponían comprensión y claridad en otros sucesos que se habían desarrollado en mi niñez que tanta confusión y mal estar me habían ocasionado.
En las primeras horas de aquella tarde cogía el camino que me llevó al faro, bajé por las rocas del acantilado hasta llegar a donde tenía el estudio al aire libre, dejé resbalar la vista por algunas de las esculturas talladas en la roca y me acerqué a un desnudo. Era un torso de mujer de tres metros de altura, una adolescente de formas rítmicas y dulces, su piel era suave y estaba llena de candor. Con un fuego interior lleno de energía que parecía como si fuese a reventar en una tierna y dulce fragilidad.
Por unos momentos me acordé de Torcal y la impresión que le había producido las esculturas que le aportaba nuevas ideas para su ópera “rebelión en alta mar”. Intuía, un tanto entristecido que la carta que había recibido de Candi marcaba una situación determinante en su relación sentimental con Torcal. Y, por nada quería romper aquella amistad que se había desarrollado con ilusión y generosidad.
Los comentarios de Pepe me están haciendo cambiar en mi manera de pensar y sentir la vida –reflexionaba–, a la vez que movía la vista sobre la inmensidad del mar, me llamaba la atención un barco que navegaba en alta mar, en aquél mar sereno y tranquilo. A lo lejos vi una playa y la gente disfrutando de aquél hermoso día de sol. Cerré los ojos para visualizar la playa y sentí su influencia que me atraía y sin meditarlo cogí un camino que había entre las rocas y pronto me encontré en aquella playa.
El sofocante calor me molestaba, fui andando por la playa hasta alcanzar el agua, me pegué un baño y me acostó de espaldas en la arena –mientras meditaba–, durante unos momentos sentí una profunda calma, había ruidos y sentí la necesidad de aislarme. Volví al agua y nadando  alcancé unas rocas cercanas que estaban rodeadas de agua, me sentó en la parte más alta y desde  allí podía ver el acantilado, la playa y mis esculturas desde un punto distinto al de costumbre. Allí sentado en la roca me encontraba relajado y bien, estaba solo y ello me daba una fuerza especial que me introducía en un estado de liberación interior.
Las horas pasaban y tenía que regresar, me tiré al agua y pronto  llegué a la playa donde tenía mis cosas. En la arena me acosté de espaldas, los brazos los tenía abiertos en cruz, las piernas un poco separadas, cerré los ojos, la brisa del mar daba sobre mi cuerpo mojado y sentía un agradable frescor y mucha paz. En medio de aquella calma interior me quedé adormilado. Un calor humano se hacía sentir en mi entorno, la fragancia de un perfume que ya conocía, lo había sentido en una carta que me había enviado Candi unos días atrás.
En medio de aquél silencio de la conciencia surgió en mi corazón como un despertar hacía un profundo sentimiento lleno de dulzura, estaba con los ojos cerrados y veo una indefinible presencia en mi interior, una dulce voz que me indicaba un mensaje, unas hermosas palabras que ya me estaban siendo conocidas.
“Mi buen y amado amigo. De saber que estabas en esa ciudad  ya nos hubiésemos visto. El pasado mes estuve  unos días. De ninguna manera quiero causarte molestia  dejamos este placer de vernos para cuando la realidad nos lo permita. Yo voy con frecuencia a esa ciudad, si antes vienes a esta, intentaríamos saludarnos. Materializando esta profunda verdad de nuestro amor.
Creo que conservaremos  el recuerdo de este deseo que iluminó nuestra inquietud artística y dio calor y voltaje a nuestro corazón sediento de amor.
Algo me entristece de tu carta, tu pesimismo que no comprendo que pueda sentir un espíritu como el tuyo que conoce el grandioso secreto de –crear–. Hablaremos largo y tendido de estas cosas. Entretanto te dejo en plena libertad de una cariñosa y fiel correspondencia, que con gusto mantendré y dentro de lo limitado de la amistad, el arte y el amor podrá ser…, ilimitada. O si lo prefieres cortamos aquí nuestra comunicación hasta comprobar si nuestra afinidad resiste el conocimiento material.
Un abrazo que hubiese deseado que fuese personal. Certificaré el libro prometido. Candi”
En mi medio adormecimiento sentí calor en mi mano derecha, un aliento cálido en la cara, y un beso en la frente. Una leve sensación de frío corrió por toda mi piel, moví la cabeza que la tenía un poco agarrotada y abrí los ojos para salir de aquél letargo. Miré a mí alrededor y veo que la playa estaba vacía, ya la gente se había marchado. El sol en la lejanía se iba acercando al mar. Me levanté y di unos pasos por la arena para hacer un estiramiento, ya anochecía y tenía que regresar al cuartel.
–Me hube de quedar dormido –pensé–. Recogí mis cosas y me marché. Emprendí otro camino distinto que bordeaba el mar –ya era tarde y quería volver al cuartel–, no tenía ganas de hablar con nadie, tampoco de pintar o modelar. Por ello, no fui a las clases nocturnas de la academia de bellas artes. Sin meditar, enfilé el camino del cuartel y allí la gente se preparaba para la cena, como de costumbre el encargado del correo repartía la correspondencia.
–Tienes tres cartas, –me indicó el soldado cartero, a la vez que me las daba. Las cogí con indiferencia y sin mirar los remites las puse en un bolsillo  y continué al taller de carpintería para estar tranquilo y leerlas –allí no había nadie–, me acerqué a la mesa de trabajo. Algo me llamó la atención y me produjo una fuerte emoción que me hizo saltar las lágrimas.
Fueron unos momentos vivos intensos, llenos de gratitud.  Allí estaba el maletín en madera barnizada que los soldados carpinteros me habían ofrecido, era un dulce detalle de amistad que rompía la dura disciplina militar.
–Encima del maletín había una nota, –para que tengas recogidas tus cosas y que las puedas cerrar sin que nadie te las toque, es un recuerdo de…
Cogí el maletín en mis manos, lo acaricié, le pasé los dedos por las aristas que estaban completamente pulidas. Había sido construido en madera de castaño –de la misma que se habían hecho las tallas–. Una fuerte emoción me envolvía, apreté muy fuerte el maletín contra mi pecho, no pude mantener el torrente de mis emociones y las lágrimas saltaron a mis ojos, dulcemente, por aquél detalle de amistad.
En medio de mi soledad unos desconocidos me alargaban la mano, respectaban mi pensar y sentir y sin esperar nada a cambio me regalaban aquél maletín. Todavía queda generosidad en el corazón del hombre  –Pensaba.
Me senté en unos tablones de madera, enfrente mía puse el maletín, lo abrí. Al mover la cabeza hacía la mesa de trabajo vi las tres cartas que había dejado allí, con la ilusión del maletín me había olvidado de las cartas.
Primero abrí la carta familiar, en ella Jaime comentaba como seguían las cosas. También, que un amigo de la infancia se había suicidado. Una fuerte reacción surgió en mi emotividad, era el sueño o videncia que había tenido días atrás. Por unos instantes hice una relajación y elevé un pensamiento de amor a aquél compañero de la infancia que se había suicidado. Ya llevaba  unos años que había salido de la casa materna, siendo un adolescente. Amaba la familia, también quería vivir mi ideal y triunfar con mi arte, a pesar que la soledad me estaba produciendo un delicado estado interior que me arrastraba a estados de tristeza, aumentó mi emotividad con aquella desgracia que ya conocía.
Una fuerte reacción corrió por todo mi cuerpo al coger la siguiente carta, sentí la presencia viva de Candi. Era del obispado de la ciudad donde ella vivía, inquieto la abrí. Era del párroco de la iglesia en donde había hecho unas esculturas y unos grandes evangelistas para colocar en el ábside del templo, al tener que marcharse para hacer el servicio militar el último había quedado en barro, preparado para hacer los moldes y pasarlo a la fundición. Por abandono se había secado y agrietado el barro y tenía que modelarlo de nuevo. Aquello me daba una posibilidad de conocer a Candi  y durante una temporada liberarme del servicio militar.
Igual que la anterior carta, la puse en el maletín. Cogí la que quedaba, era de Candi –ya era como algo entrañable y familiar–. Al abrirla sentí el perfume que había sentido en la playa y al  empezar a leerla comprendió que ya sabía su contenido. Ello me hizo soltar una sonrisa un tanto cargada de ironía por las pruebas de la vida, y, también. Por esa ley oculta que parece interferir en todo, articular todo y maneja todo. Aquello ya me estaba haciendo pensar con tantas coincidencias, pues, tenía que ir a la ciudad en donde estaba Candi para hacer aquél evangelista.
Tengo que consultarlo con Pepe, –pensé–. ¿Qué sentido tiene tantas coincidencias?
Sin darle más importancia puse la carta de Candi en el maletín con las otras dos, cerré la tapa y dejé encima la llave. Me levanté de los tablones  y me  acerqué a la mesa de trabajo y de manera mecánica me puse a trabajar para terminar las tallas, en agradecimiento. Trabajé hasta la madrugada y terminé el trabajo, ya que nuevos proyectos estaban dando sendero  a mi vida por unos lugares que no esperaba, rompiendo los proyectos que tenía para realizas mientras realizaba el servicio obligatorio militar. Ya no podría utilizar aquél estudio que tenía apalabrado en donde había puesto muchas ilusiones para trabajar libremente.
Era de madrugada cuando me acosté, no podía reconciliar el sueño me sentía mal en aquél  camastro y pronto me levanté. Un fuerte estado emotivo abría puertas a un nuevo despertar que sin esperarlo me iba a llevar por nuevos senderos emocionales.
Ya era media mañana me acerqué a la cafetería del cuartel y allí compre algunas cosas. Unas botellas de vino, frutos secos y cigarros, me lo pusieron todo dentro de una bolsa, atravesé el patio y fue a la carpintería, allí estaban trabajando los soldados.
–Gracias por el maletín que me habéis hecho,  –les indiqué a la vez que ponía encima de la mesa lo que había comprado.
–Fue la idea  del capitán para que llevarás un recuerdo del cuartel, – me indicó el encargado–. Él pago los materiales.
– ¡No lo sabía!
–Nos indicó, simplemente, que te hiciéramos el maletín.
–He traído esto en agradecimiento para que hagáis un aperitivo.
–Lo celebraremos, – me indicaron.
Se sirvieron y con alegría empezaron a beber, después de las primeras copas en los soldados surgieron comentarios relacionados con el servicio militar. Fueron momentos de camaradería que rompían la dureza de la disciplina llevando los comentarios sobre temas más personales y emotivos. Surgiendo los sentimientos amorosos y las añoranzas y acabaron hablando de sus novias y familiares.
En medio de aquella alegría y camaradería me sentía ajeno. Salí al patio y me senté en un banco para meditar dado aquél continuado cambio de acontecimientos, a mi mente llegó un deseo al recordar la experiencia que había tenido con Candi en la playa, luego su carta y aquellas noticias que me iban a llevar a su encuentro. ¡Tengo que ver a Pepe!   –Pensé, para preguntarle sobre lo inesperado de esta nueva enseñanza      



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