lunes, 28 de febrero de 2011

El encuentro con el coronel

    
                      El encuentro con el coronel

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       Los días iban pasando dentro de la dura disciplina del ejército de la cual, tanto Pepe como yo en buena medida nos liberábamos de ella. Pepe solamente iba por la mañana a la enfermería para atender la consulta médica que tenía asignada. Yo  tenía total libertad, pero iba a dormir al cuartel y algunas veces a comer.

El frío cada vez se iba haciendo más intenso, el ruido y reflejos de las navidades ya sonaba por todos los rincones de la ciudad a la vez que el cuartel iba quedando más vacío por el permiso que le daban a los soldados para que pasaran las navidades en sus casas con los familiares. Yo prefería quedarme en el cuartel y adelantar los relieves del arcón que, por otra parte, les urgía  que los acabase. Había marchado de la casa materna siendo un adolescente y siempre me había sentido del lugar en que me encontraba. Era como una   hoja que se desprende del árbol de la vida empujada por desconocidos vientos, en un resbalar de mano en mano.

–Tienes que venir a pasar las navidades con nosotros, –me indicaba pepe– incluso té quedas a dormir en casa.

–No, imposible  –pensaba– no quería entrar en otras vivencias familiares en unas fiestas tan íntimas y profundas como las navidades. Además, estaba Gloria por el medio y no quería que mi presencia rompiese su diario hacer  y el rumbo que la vida le iba imponiendo en el sendero de su destino.

Algo más fuerte que la propia vida material y humana  se cruzaba en nuestros jóvenes  corazones tímidos y de alma triste. Solamente la había visto una vez y tenía la sensación interior de vivencias y sentimientos en una dimensión tiempo que la mente humana siente pero no clarifica por ser desarrolladas aquellas vivencias  a niveles espirituales que a los sentidos humanos tanto les cuesta situar.

La tarde que había estado en la casa de Pepe vi en Gloria una energía especial que me envolvía y arrastraba a ella, a su frecuencia, rompiendo normas  y comportamientos humanos y sociales. Cuando Gloria me abrazó sentí un fuego que me quemaba y al besarme en la boca penetré en un estado de sublime felicidad que me atrapaba materialmente. Abierto a una desconocida emoción que sin ataduras ni límites me embriagaba de amor, deseaba marchar de aquella ciudad y retrasaba el encuentro con Gloria a pesar de ser lo que interiormente deseaba, prefería pasar las navidades en el cuartel que estar con Pepe y familia en aquellas fiestas.

–Tienes dos cartas, –me indicó el cartero aquella mañana.

–Ya las esperaba, –le indique. Una era del cura párroco que se cuidaba de la nueva iglesia donde iba la escultura que faltaba. Sabía que me iban a obligar a ir, comprendía la fuerza del clero y su buena alianza con los militares. Ya había tenido enfrentamientos con aquél cura que se cuidaba de la realización de las obras de la iglesia, sobre la parte económica. El poder que imponía en todo momento como fuerza dominante.

–Me da menos dinero del que hemos acordado, –le indiqué al cura al liquidarme una escultura.

–Con esto ya estás bien pagado, –me dijo el cura que de manera autoritaria se puso de pie como en postura de ataque.

–Le miré a la cara, le vi plantado como una roca, inmóvil, imponiendo un indiscutible poder, moví la cabeza con indiferencia y le dijo al cura, –Esto siempre ha pasado en todos los tiempos y con todos los artistas. Seguimos viviendo en los tiempos   de la inquisición mantenida por las armas.

– ¡No seas sentimental! –indicó el cura con una sonrisa llena de sarcasmo.

Crispado por los pensamientos que revoloteaban en mi mente abrí la carta y leí  su contenido.

“El cura Párroco saluda a su buen amigo Manolo: Me complace indicarte que ya hice la gestión con tu coronel para que te mande a esta ciudad, unos días. Nos urge que vengas lo antes posible, ya están fundidos los tres evangelistas y falta san Juan, que quiere el arquitecto que lo retoques. Esperando que vengas lo antes posible te saluda tu buen amigo y párroco”.

       Intentaba que pasara el tiempo, le estaba dando largas al cura esperando acabar el servicio militar, pero ya era imposible. Sabía que al tener aquellas obligaciones militares me facilitaba las cosas al cura y no tendrían que mantener los acuerdos  que había hecho y la escultura le saldría al precio que el cura quisiera y si me trasladaban a un cuartel de aquella ciudad no le costaría nada. Deje la meditación y la carta sobre la mesa de trabajo a la  la vez que una sonrisa burlona corría por mis labios.

Cogí la segunda carta –era de Candi– la abrí y siento el perfume en aquél papel enlutado en donde estaba la escritura, vibrante y lleno de contenido poético que me produjo un fuerte impacto y sentí un profundo deseo de ver a Candi, que todavía no conocía.

Pasaron las navidades y la entrada de un nuevo año, pasé todas las fiestas en el cuartel entregado en el trabajo de la talla, envuelto en mis meditaciones y acompañado por mí soledad interior en medio de tanta gente. Mi cabeza giraba sin rumbo hacía los senderos que me iba a llevar mi vida en mis ansías de glorias con mi arte.

–Era media mañana y se  acerca el sargento de la carpintería, –Manolo el coronel te quiere ver.

– ¡A mí!

–Sí, te está esperando en su despacho.

Como estaba y con la ropa de trabajo me desplacé al despacho del coronel y llamé a la puerta.

–Adelante, –me indicó una voz desde dentro.

–Soy el solado escultor, mi coronel.

Era una gran sala con amplios ventanales que daban al exterior, tenían gruesas cortinas rojas recogidas con unos lazos amarillos en las esquinas de los ventanales, rematado con unos colgantes dorados brillantes. El coronel estaba sentado en un sillón tallado y ricamente  policromado, resaltaba el dorado. A un lado había una bandera nacional y en su remate superior una bola dorada, muy brillante. Estanterías con libros y papeles a un lado, en el otro, sillas talladas del mismo estilo que la usada por el coronel, para las reuniones de los altos mandos.

El coronel era alto, tenía la cara redonda y el pelo canoso, su gesto era afable. A pesar de la imponente sensación que daba su guerrera con las estrellas brillantes en los hombros y las condecoraciones colgadas sobre el pecho.

Detrás de él, en la pared colgado había un crucifijo. A un lado el retrato del jefe del estado –del dictador–, al otro lado, más pequeño un retrato del fundador de la falange. Más abajo, en letras de bronce brillantes. “Todo por la patria y Dios”

Había surgido una pausa, mientras el coronel me miraba mi vestimenta nada normal en la disciplina militar –estaba sin afeitar y el pelo lo tenía largo–, no me dijo nada de mi  aspecto. Pero sí, mirándome con cierta ironía me dijo, –me indicaron que te vas a marchar.

–Parece que sí, –le indiqué,  a la vez que le enseñaba la carta del cura que había cogido con ese fin. Comprendía que las voces habían corrido.

–El coronel pasó la vista por encima de la carta y la dejó caer en la mesa me miró con cierta indiferencia y me dijo, –cuando hable conmigo este cura le diré que me estás haciendo unos trabajos y que cuando acabes te mandaré para que le hagas ese santo para su iglesia.

Me sentí molesto por aquél gesto de superioridad y dominio, no vacilé, recordé al republicano y su lucha a favor de la libertad. Y, aún sabiendo que por una mala interpretación de mis palabras podía ser condenado a un penal militar. Pero, por encima de todo estaba mi moral en aquél momento. Desde niño había luchado por un ideal artístico, había pasado miseria para hacer mis estudios, frío, hambre y muchas limitaciones e incomprensión, tristeza y soledad. Además sabía que como buitres carroñeros aprovecharían que estaba haciendo el servicio militar para obligarme que lo hiciera de manera gratuita, como estaba pasando con aquellos relieves que estaba tallando. Recordé los enfrentamientos anteriores que había tenido con el cura, al pagarme solamente una parte del trabajo realizado. Esperaba acabar mi obligación militar para hacer aquél evangelista que por abandono del fundidor no había hecho los moldes y el barro se había secado. Me  di cuenta de la interrogante mirada del coronal y le dije, –no será el cura el que le hable, será un alto mando militar y tendrá que obedecer.

–Vete y termina tu trabajo, –Me indicó el coronel que no se inmutó por mis palabras

–Me miró de manera autoritaria y me volvió a decir, –vete.

Le saludé militarmente y me marché. En aquellos momentos no tenía miedo. El vil asesinato del republicano había templado mis nervios y no me  preocupaba la reprimenda del coronel y pensaba que si me mandaban a un penal allí tendría tiempo para poner en orden mis ideas. Pero, bien intuía que no lo iba a hacer su hija se iba a casar y necesita que le acabase aquél trabajo de escultura.

Vivencias en los caminos de la vida. Enero 1.956. Manolo
  

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