lunes, 8 de noviembre de 2010

EL ENCUENTRO CON PEPE Y LA BRUTALIDAD MILITAR

                    El encuentro con Pepe y la brutalidad militar.
                                             
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Aquella noche me costó dormirme, las ideas saltaban libremente en mi mente y me costaba controlar las emociones que me arrastraban a estados de ansiedad y nervios. Por otra parte, un desconocido estado emocional me atrapaba con lejanas esperanzas y deseados sueños.
Siento que se mueve la litera en donde estaba acostado, giro la cabeza y veo unas piernas delgadas y huesudas, pero fuertes. Gestiono el cuerpo como si quisiera sacudir algo y estiró las piernas y con las manos hice unos movimientos para sentir mi realidad nerviosa y hacerme cargo de la situación y poder ver si era sueño o realidad lo que estaba viviendo y en que nivel de conciencia me encontraba. Al girar la cabeza tropecé con el amplio ventanal que estaba en mi cabecera y pude ver que la luz de un nuevo día se asomaba a través del sucio cristal. Siento un ruido de puertas seguido del sonido poco armonioso de una trompeta que tocaba diana. Voces y ruidos se sienten  a lo largo de la gran sala, y una voz gruesa y desafinada que decía, –levantaros mari…, hijos de la gran…, arriba.
Cada vez la voz era más frenética y más fuerte el ruido de los golpes. Luego, un silencio sepulcral se imponía en la oscura y sucia sala que hacían resaltar las palabras del cabo de cuartel mientras que los militares a toda prisa se vestían y se ponían firmes.
En mi medio adormecimiento giré la cabeza y veo un hombre alto y fuerte enfurecido con un grueso cinturón en sus manos pegando fuertes golpes a los que quedaban rezagados
 –Estos golpes son en mi litera –medité–, cuando estaba para levantarme. Del golpe se movió la litera como si se fuese a desmontar, allí estaba el cabo enfurecido y con el cinto en alto a punto de dejármelo caer encima.
Le miré a la cara y pude ver en sus ojos que la rabia y resentimiento le mordían por dentro. Los ojos los tenía enrojecidos, la boca media abierta y los tendones del cuello inflamados. Cerró la boca, rechinó los dientes y escupió en el suelo con voz rota y en un desafío de cobardía me dice, –desgraciado.
Yo seguía inmóvil, haciendo mi estiramiento para coger conciencia de aquella situación en que me encontraba y me costaba asimilar. El cabo sabía que por orden del coronel estaba rebajado de todo servicio y no me tenía que sujetar a la disciplina militar. Todavía estaba aquél hombre con el cinto en alto y con rabia lo dejo caer sobre la litera que la hizo tambalear. Con la bota del pie derecho pegó un fuerte golpe en el piso de madera que lo hizo retemblar, hizo un estiramiento como si estuviera creciendo y se dio la vuelta, con una potente y autoritaria voz grito. – ¡Firmes, todos! Un taconeo desorganizado rompía el bullicio de la gran sala.
Ya era día, un sol crispado y lagañoso entraba por un ángulo de la ventana que iba a parar a mis pies que todavía seguía sentado, me recosté sobre la cabecera de la litera para meditar. Sentí una profunda tristeza al recordar la expresión de rabia de aquél hombre y tuvo un pensamiento de dulzura hacía aquél ser al pensar en la amargura que tenía que haber en su corazón lejos de los valores humanos culturales y morales, evolutivos del hombre y de su progreso.
Solamente, la razón de la fuerza fruta apoyada por las armas con unas leyes “nombradas orgánicas”, hechas a la medida del todo poderoso dictador –meditaba–, puesto para salvar al pueblo de la tiranía del conocimiento y de todos los valores humanos. ¡Cómo todo mensajero de salvación estaba en la tierra por la Divina Gracia de Dios y cubierto por el sagrado palio de la religión católica lo veneraban los hombres!
Seguía en mi meditación y sentí una profunda pena al recordar que,    unos días atrás a un soldado que estaba leyendo en un pasillo y pasó un sargento y se acercó a donde se encontraba el chico, le llamó. El muchacho se puso firmes delante del sargento y cerró el libro. Era un muchacho delgado y alto, de buenos modales, comprendí  que era culto y de ciudad. El sargento le cogió el libro de la mano y se lo tiró al suelo, se puso de puntillas para llegarle a la cara y le pegó una bofetada que le dejó una marca en la cara con el grueso anillo que llevaba –obedecer es amar–, le indicó.
Yo que había visto todo al marchar el sargento me acerqué al muchacho que había quedado atrapado por cierto estado nervioso,    – ¿Qué ha pasado?, –le pregunté.
–Estaba leyendo y no había visto al sargento que me preguntó. ¿Qué haces aquí?, –el joven con voz entrecortada me indicó.
Mientras el muchacho hablaba yo me agaché y cogí el libro, en su interior puse los papeles que al caer el libro al suelo saltaron y se esparcieron de refilón pudo ver que eran apuntes sobre psiquiatría, notas sobre la neurosis de Sigmund Freup.
–No he sentido al sargento, –indicó el muchacho ya un poco más sereno–, estaba pendiente de entrar a la enfermería para hacer el servicio y mientras aprovechaba el claustro  para estudiar.
–Yo le miré a la cara y  le pregunté, – ¿Eres médico?
–Sí, preparo una tesis doctoral sobre psiquiatría, como médico estoy destinado en la enfermería.
–Yo también he tenido algunos tropiezos con esta gente, –le indiqué para quitar importancia a aquella situación.
–Me llamo pepe, –indicó el muchacho con un gesto afable.
–Yo, Manolo, –me daba cuenta que me miraba con cierta ansiedad cambiando la expresión de su cara con una amplia sonrisa.
–A Pepe le había quedado en la cara la marca hecha con el anillo y soltaba sangre, aquello me  llamó la atención. Con aquella amplia sonrisa como si me estuviese leyendo en la mente, me dijo, –esto no es nada.
Durante algún tiempo estuvimos hablando  sobre temas diversos. Filosofía, literatura, arte, humanidades. Un calor especial iba ampliando los comentarios todos ajenos al desarrollo militar.
–Soy un admirador de las artes plásticas, escribo algo y me interesa la pintura y la poesía, –indicó
–Estaba un poco extrañado por los comentarios que me hacía Pepe, –parece como si te conociera–, le indiqué.
–Sí, claro, –me indicó Pepe esbozando una amplia sonrisa–. He estudiado medicina en tu ciudad. Conozco algo de tu obra y he estado en algunas de tus exposiciones, también tengo amigos que van contigo aquí a bellas artes.
–No lo sabía, al estar durmiendo en el cuartel  estoy limitado y voy poco, –le indiqué
–Tengo que marchar, –indicó Pepe después de mirar el reloj–, tengo que pasar consulta en la enfermería. ¡Nos veremos!
Meditando sobre lo sucedido con Pepe, me quedé adormecido apoyado sobre la cabecera de la litera. Cuando abrí los ojos pudo ver que el sol ya daba en toda la litera, que un nuevo día se presentaba y tenía muchas cosas que hacer.
En mi interior sentía  mal estar, la mirada crispada del cuartelero con el cinturón en alto me llenó de pena el corazón. Entré en un estado de tristeza y de mis ojos brotaron unas lágrimas, y pensé.           – ¡Cuanta pobreza hay en el corazón del hombre!
–Pronto, reaccioné al pensar, –este sentimentalismo no me va a llevar a ninguna parte frente a la brutalidad humana y la fuerza de las armas–, en mi reflexión comprendía que la brutalidad arrastraba a más brutalidad, abría las puertas de los resentimientos y en todo ello se imponía la ignorancia como fuerza de dominio, –para hacer frente a este proceder el camino era el conocimiento y el desarrollo de la inteligencia dentro de los valores básicos del ser, –pensaba–. Desde este momento lucharé contra toda tiranía y ya finalizado el servicio militar trabajaré intensamente en bien de la libertad y de la justicia,   –me prometí en medio de aquél ambiente de degradación humana en que me encontraba.
Sabía que había surgido un movimiento de masas a raíz de la segunda guerra mundial en cuyas filas estaban involucrados intelectuales y artistas. Era como una nueva línea de pensamiento social con prioridad de los derechos humanos en una base común para todos los hombres, sin clases, creencia ni razas.
Me daba cuenta que tenía los ojos cargados y en el cuello se me hacía como un nudo que me impedía respirar con normalidad. Me levanté de aquél camastro –donde todavía estaba sentado– recogí algunas cosas y me marché.
Atravesé la gran sala llena de literas, bajé las escaleras de piedra que me llevaron al patio, allí los soldados con la marmita en la mano hacían cola para recoger el desayuno. Los cocineros con unos cucharones de hierro los metían en unas cacerolas grandes negras y sucias, llenaban el cazo y echaban el contenido en la marmita del soldado a la vez decían, –si sobra se puede repetir.
Al pasar por allí sentí una sensación de mal estar, de repugnancia. Ya llevaba tiempo que no desayunaba de aquello que le llamaban comida. Era agua, pan duro mezclado con las sobras de la comida de la noche anterior. Recordaba con  asco el día que me había salido una cucaracha en aquello que le llamaban sopa y desde  aquél día no volví a desayunar con la tropa en el cuartel.
Di unos pasos más y me paré enfrente del soldado de piedra que había hecho mi maestro, un monumento de grandes dimensiones, encima del pedestal un soldado en postura de descanso, fui bajando la vista y en el pedestal vi un escudo con el yugo  y las flechas. Más abajo, unas letras doradas, “Todo por la Patria y Dios”

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